Angel Barriuso/artículo
Ya se ha escrito mucho sobre el individualismo tratando de explicar estilos de vida, patrones culturales, la psicología social de la modernidad. Algunos hablan de dos momentos u olas del desarrollo o evolución de esto, situando un primer momento o primera ola del individualismo cuando se produce una rotura con los dogmas religiosos para sumir nuevos valores vinculados o estrechamente ligados al patriotismo. En términos históricos, inicios del siglo XX, de ahí, quizás, movimientos nacionalistas.
El segundo de los momentos, también llamado segunda ola del individualismo se produciría a finales del mismo siglo XX, muy a pesar de que quienes dedican tiempo a reflexiones sobre esta materia estiman que este neoindividualismo marca al siglo 21. Puede tal vez señalarse que se trata de una reafirmación del individuo, cual “yo supremo”, por cuanto va negando su apegamiento o defensa patriótica, pura y simple, para mostrar mayor preocupación por sí mismo, por su destino y sobrevivencia.
El placer, la salud, satisfacer necesidades o urgencias meramente individuales, las tentaciones, la renuncia a los esquemas o simples estereotipos, posiblemente se aceptará determinadas regulaciones sin que quede afectada, de ninguna manera, mi calidad de vida. En consecuencia, referencias desde a lo que aspira como mi vida, mi proyecto de vida, y cualquier decisión colectiva será aceptada en la misma medida en que nunca pueda afectarse el espacio individual. Un rechazo pleno a lo coercitivo, la libertad.
“Al mismo tiempo, este individuo, liberado de las lógicas sacrificiales y de los sermones, exige que sus derechos sean respetados”, dicen los señores Eugenio Tirón y Ascanio Cavallo, en un texto sobre la comunicación para vivir en un mundo de señales, para agregar que la defensa de su mayor derecho es precisamente “el derecho a organizar su vida como le dé le gana, a opinar lo que se le antoje y a ocupar los bienes que estén a su alcance”. ¿Acaso no hemos oído decir: Esta es mi vida, yo respeto la tuya y tú respeta la mía, pero esta es mi vida, y con ella haga lo que me venga en ganas?
Lo que hacemos con nuestras vidas puede, de algún modo, tocar de mala manera a los demás. El individuo como ente social. Tal vez una contradicción natural que lleva dentro la naturaleza misma del individualismo. Sin embargo, la tolerancia se muestra como una palabra mágica, que resume probablemente la esencia de aquella frase de Juárez: el derecho ajeno es la paz. La cuestión es básica, la liberalización de la persona, en su individualidad, respecto a los compromisos colectivos.
Y esta individualidad, viéndolas desde la perspectiva de su primera ola y en su segunda podría facilitarnos el entendimiento y comprensión de la relación con los demás, incluyendo a los hijos, y del comportamiento de las corporaciones sociales o instituciones públicas, políticas o no políticas, sectoriales o territoriales.
Eugenio Tirón y Ascanio Cavallo se muestran convencidos de que el individualismo apela al consumismo y a los medios de comunicación para fortalecer su identidad, sustentándose en valores como seguridad, calidad, garantía. Y algo muy importante, da suficiente importancia a la transparencia. Condena todo aquello que se intenta ocultar. Luego le resultará inexplicable la falta de transparencia en un mundo cargado de informaciones y con tanto acceso a la información.
jueves, 13 de enero de 2011
lunes, 3 de enero de 2011
Haití sigue de mal en peor
Haití, precisamente. Compartimos la misma isla aquí en el Caribe, antillanos. Es parte de mi y nosotros, los dominicanos, somos parte de Haití. Y llama la atención que el terremoto que sacudió a Puerto Príncipe, su capital, cumplirá un año sin cambio significativo alguno en cuanto a su reconstrucción. En Santo Domingo, la capital dominicana, se reunió la Comisión de Reconstrucción de Haití, encabezada por el expresidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Ser creía que las cosas iban de mal a mejor o mejorando; pero el resultado de este encuentro es que: a) los fondos económicos esperados para los haitianos, luego de muchos anuncios y promesas, comenzarán a desembolsarse tal vez en menos de un 40% de lo esperado, b) los escombros continúan en las calles de Puerto Príncipe, c) apenas fueron recogidos los cadáveres. Recordemos que luego se aspiraba a que la recomposición política y gubernamental haitianos (elecciones presidenciales, nuevo gobierno) como condición para mayores desembolsos. En este mes de enero se celebrará la segunda vuelta electoral (ya veremos qué pasará), porque en febrero deberá inaugurarse un nuevo gobierno que sustituya a René Prával. El tercer elemento es el cólera, y un cuarto es la violencia que se mantiene como una amenaza política. Este es el cuadro, y podríamos llegar a la conclusión que a la comunicadad internacional le ha faltado sensibilidad, porque a un año del terremoto todo ha empeorado y nos hemos olvidado de que en Haití viven seres humanos. Y lo humano está por encima de todo.
miércoles, 29 de diciembre de 2010
martes, 28 de diciembre de 2010
La amenaza

Ángel Barriuso. Cuento corto.Diciembre, 2010.
El viento soplaba tan fuerte cual animal furioso. Y tal vez con razones de sobra. ¿Por dónde podría circular libremente si con la modernización quizás le hemos arrebato su espacio? Su rugir inmenso es su violencia, su choque brutal contra las paredes, sonidos emitidos justo en el momento en que encuentra un diminuto hueco a través del cual moverse. ¿Tendrá sentimientos? ¿Habla? ¿Es un mensaje? ¿Suponemos? ¿Qué puedo yo decirle al viento cuando estoy medio asustado debido a su amenaza por destruirme, cuando sé perfectamente de su angustia por arrebatarle yo su camino, tan natural en el mundo como la naturaleza misma del hombre? ¿Habrá algún punto de armonía? ¡Jamás! La disputa está echada. Ambos somos dos fenómenos del mismo tronco. Y luchamos.
lunes, 20 de diciembre de 2010
Muerte en el platanal
Angel Barriuso/ Cuento
Aquella mañana de octubre de 1977 amaneció lloviznando. Puerto Plata aparecía metida, cual forro, en neblinas. Y la extraña sensación de que la ciudad se borraba. Se tornó gris.
-¡Carajo, ahora está lloviendo!
-Tendremos que dejar las cosas para después, mi patrón.
-¡No, jamás! Hay que ir al platanal, hay que ver los becerros, tenemos mucho por hacer, y tengo que volver a la Capital.
-Pero mi patrón…
-¡Nada, hay que ir. Tenemos que trabajar!
La mujer gorda y alta, estaba ya, desde muy temprano en la mañanita, al lado del fogón. Hervía víveres, sofreía cebollas. Luego caminó hacia el canasto rebosado de pajillas, medio rebuscó hasta extraer varios huevos de gallina.
-¿Comemos huevos fritos o batidos?
-Comeremos huevos fritos. Para eso es la jodida cebolla, dijo el patrón.
Aún seguía la llovizna, y hacia el Atlántico se veía un nubarrón color lila, un cielo medio morado. La casa estaba construida sobre un pináculo.
-Jum, mi patrón. Ese cielo se va abrir en pedazos y habrá agua como hace mucho tiempo…
-Mira, ve, hijo, observa aquella vaca, en el corral, y aquella otra para ti. Tienen que cuidarlas.
Dos niños iban junto a su padre, don Samuel. Y Chepe, el peón de la absoluta confianza, no dejaba de hablar de la lluvia. Del aguacero que caería.
-¿Por qué, Chepe, no están ordeñando, quién tenía a su cargo achicar las vacas?
-Mi patrón, eso fue hecho como a la cinco, es que usted no se fijó bien. En la cocina estaban los bidones. Hoy usted está amanecío como guapo. ¿Qué le pasa, mi don?
-Yo quiero ver a la gente haciendo lo que tienen que hacer. No vengo de la Capital a pasear ni a ver montes ni animales. ¡Ni a ningún pendejo!
- A propósito, mi jefe, recuerde usted que usted puso a trabajar a unos hombres y no le ha pagado. La última vez eso no quedó muy bien, y aquí la gente no es como en la ciudad. Aquí somos diferentes, y cada hombre tiene sus mañas.
-Hablemos menos. Mira, mira aquel becerro. Ve allá, sácalo de entre los alambres. En eso es que tenemos que estar. ¡Muévelo! No lo hagas esperar que….
-Allá voy, estoy caminando, mi don.
Don Samuel rebuscó con la vista por debajo de su sombrero de alas anchas, tipo vaquero. Y preguntó por la vaca que había perdido la mitad de una oreja. No la vio por ningún lado. Sus dos hijos corrían de un lado a otro. Chepe retornaba de la empalizada, cuando tuvo que devolverse en búsqueda del becerro.
-No lo veo, mi patrón. Quizás está entre los montes. Recuerde que algunos se quedan debajo de cualquier árbol con estas lluvias. Ahorita mismo los veremos, quizás más para adelante o tal vez cuando estemos llegando al sembradío de plátanos.
Don Samuel no dijo nada. Siguió la marcha pero atrajo a sus dos hijos pequeños encaminándolo hacia la siembra de plátanos. Era un buen terreno, cuya propiedad fue de su abuelo, luego de su padre y hoy la disfruta de vez en vez y de cuando en cuando porque su vida transcurre en la Capital, en otros quehaceres.
-Pienso que debemos aumentar el paso hacia el platanal, mi jefe.
Pero el patrón se devolvió y decidió darle la vuelta al corral donde ordeñan las vacas. Miró tranquilamente todo. “Parece que sí, que efectivamente ordeñaron”, pensó. Ahora observó a lo lejos, en dirección a las lomas, porque el cielo seguía muy nublado e impresionaba. “Este será un fin de semana perdido”, comentó para sí. Chepe iba caminando cabizbajo, golpeando con sus pies algunas piedras pequeñitas, quizás jugando. Unas botas de goma le cubrían las piernas hasta las rodillas. Negras, enlodadas.
Allí, la neblina es un manto, esponjas flotantes sobre la vegetación y los animales. Se desdibuja. Gotitas sobre las hojas verdes. Coronitas de agua. La pangola y otras yerbas se extendían a lo largo y ancho de gran parte de la fina, y en dirección a la loma, el sembradío enorme de plátanos, en una tierra de tierno aroma. De mañanita, de tarde, a cualquier hora, aquello era motivo de orgullo de don Samuel, que lo transmitía a sus hijos, siempre atento a dos niños. La madre se quedaba en la casa de la Capital, quizás el campo le era de poco agrado o tal vez otras ocupaciones la entretenían. Dos años ya tenía don Samuel yendo y viniendo. El campo, la Ciudad. Lo urbano, lo rural. Los viernes depositaban melaza en un estanque grande, desde donde la distribuían hacia pequeños depósitos, en los cuales alimentaban a las vacas, privilegiando a las lecheras y a los terneros. Trozos de plátanos, rabizas y hojas de árboles removidos eran dados a los becerros. La mayoría de las vacas eran del tipo cebúes, otras del tipo holstein.
-Dices, Chepe, que los hombres aquellos todavía siguen trabajando en el platanal…
Hacía poco más de un año que don Samuel enfrentó de palabras a tres de sus peones.
-Sí, y recuerde que hay dos a quienes usted le adeuda….
-No, no les debemos. Se les ha pagado.
-Parece que hoy no nos estamos entendiendo bien con esos hombres, mi patrón. No están contentos, y se ven vengativos.
-Ese no es mi problema. No puedo mantener a todo el mundo contento. Aquí no hay fiestas, aquí venimos a trabajar.
-Es el trato, don Samuel. El hablao.
-Bueno, pero unos mandan y otros reciben órdenes. ¿O es que son mujercitas? ¡Qué se dejen de ñoñerías, de pendejadas, porque aquí hablamos bien claro!
Chepe anduvo el camino siempre mirando hacia el suelo. Pateaba cualquier cosa, tal vez buscando en qué entretenerse. O en qué pensar, mientras acompañaba a su jefe. Se mostraba nervioso, inquieto. Pensativo. A pocos pasos, el platanal. Hojas verdes, mojadas, y el aroma a tierra negra sembrada de plátanos. Se le vio en el Bar Apolo, próximo a Sosúa, cuando el sábado entró alegre, con la cerveza bien fría en sus manos. Allí estaban Felipe, Ramón y Papo, los notó tan pronto entró al salón. Sonaba un merengue en la vellonera. Cinco y treinta de la tarde. Una mujer blanca y de baja estatura se le acercó a Chepe, lo abrazó, le quitó la cerveza y tomó un sorbo llevándose la botella a la boca. El hombre la apretó a la mujer por la cintura, mientras élla sonreía y volvía a llevarse la cerveza a su boca. Tras dejarla, Chepe siguió su camino en dirección a los tres hombres a quienes distinguió cuando penetró al bar, y los saludó sin mediar palabras, excepto una señal con el índice de la mano izquierda, y los tres individuos se mostraron complacidos. Y nada más.
-Buenos días, patrón.
-Qué buenos ni qué buenos días, ¿no ven, carajo, esta jodida lluvia?
Dos hombres parecían esperar al patrón en medio entre los plátanos. Lloviznaba, efectivamente, pero sin fuerza. Eran Ramón y Felipe, quienes entraban y salían de la finca. Peones que se peleaban frecuentemente con su Jefe, don Samuel. Y por cualquier cosa. Siempre hay quienes toleran las discordias y negocian las discrepancias, las dejan pasar para que preservar la amistad o las relaciones laborales; y los hay intolerantes. Así es que Ramón y Felipe, ambos, se asemejaban a don Samuel. Cualquier cosa los irritaba, los hacía enfadar. Probablemente no se gustaban, nunca hubo empatía. Y aunque don Samuel era hombre de muchas mujeres, tal vez el cualquier conflicto con sus peones jamás pudo ser el celo, quizás razones económicas, porque los trabajadores visitaban cada sábado los bares y aún en el día del domingo…seguían de bares en bares.
-Y ustedes, si se puede saber, ¿qué buscan por aquí?
Chepe no decía nada, ni mostraba ninguna sorpresa por la presencia de Ramón y Felipe.
-Bueno, mi patrón, a nosotros no nos gusta la forma que usted tiene para hablarnos a ninguna hora. A nosotros nos parece que usted nos insulta. Que usted no nos quiere…
Don Samuel deslizó sus manos por la cintura, cual si algo buscara en el cinto. Siempre porta una pistola, y casualmente la había dejado en la cocina, al lado del plato donde dejó parte de su desayuno. Sus dos hijos medio distraídos, jugaban en su alrededor, cuando de pronto sintió un golpe en su espalda. Fue Chepe quien lo golpeó con un mazo, y sin pensarlo dos veces Felipe desenvainó un cuchillo largo y lo estocó en la boca del estómago de su patrón.
-No lo suelte, coño, se oyó decir a Felipe.
Los niños huyeron, y sólo se les escuchó gritar: ¡Papi!....
Chepe sostenía por detrás a don Samuel y fue cuando Ramón también uso de puñal para empujarlo en el vientre de don Samuel.
-Norma, Norma….
Volvieron a oírse a los niños cuando llamaban a Norma, la mujer que les había servido los huevos revueltos.
Aquella mañana de octubre de 1977 amaneció lloviznando. Puerto Plata aparecía metida, cual forro, en neblinas. Y la extraña sensación de que la ciudad se borraba. Se tornó gris.
-¡Carajo, ahora está lloviendo!
-Tendremos que dejar las cosas para después, mi patrón.
-¡No, jamás! Hay que ir al platanal, hay que ver los becerros, tenemos mucho por hacer, y tengo que volver a la Capital.
-Pero mi patrón…
-¡Nada, hay que ir. Tenemos que trabajar!
La mujer gorda y alta, estaba ya, desde muy temprano en la mañanita, al lado del fogón. Hervía víveres, sofreía cebollas. Luego caminó hacia el canasto rebosado de pajillas, medio rebuscó hasta extraer varios huevos de gallina.
-¿Comemos huevos fritos o batidos?
-Comeremos huevos fritos. Para eso es la jodida cebolla, dijo el patrón.
Aún seguía la llovizna, y hacia el Atlántico se veía un nubarrón color lila, un cielo medio morado. La casa estaba construida sobre un pináculo.
-Jum, mi patrón. Ese cielo se va abrir en pedazos y habrá agua como hace mucho tiempo…
-Mira, ve, hijo, observa aquella vaca, en el corral, y aquella otra para ti. Tienen que cuidarlas.
Dos niños iban junto a su padre, don Samuel. Y Chepe, el peón de la absoluta confianza, no dejaba de hablar de la lluvia. Del aguacero que caería.
-¿Por qué, Chepe, no están ordeñando, quién tenía a su cargo achicar las vacas?
-Mi patrón, eso fue hecho como a la cinco, es que usted no se fijó bien. En la cocina estaban los bidones. Hoy usted está amanecío como guapo. ¿Qué le pasa, mi don?
-Yo quiero ver a la gente haciendo lo que tienen que hacer. No vengo de la Capital a pasear ni a ver montes ni animales. ¡Ni a ningún pendejo!
- A propósito, mi jefe, recuerde usted que usted puso a trabajar a unos hombres y no le ha pagado. La última vez eso no quedó muy bien, y aquí la gente no es como en la ciudad. Aquí somos diferentes, y cada hombre tiene sus mañas.
-Hablemos menos. Mira, mira aquel becerro. Ve allá, sácalo de entre los alambres. En eso es que tenemos que estar. ¡Muévelo! No lo hagas esperar que….
-Allá voy, estoy caminando, mi don.
Don Samuel rebuscó con la vista por debajo de su sombrero de alas anchas, tipo vaquero. Y preguntó por la vaca que había perdido la mitad de una oreja. No la vio por ningún lado. Sus dos hijos corrían de un lado a otro. Chepe retornaba de la empalizada, cuando tuvo que devolverse en búsqueda del becerro.
-No lo veo, mi patrón. Quizás está entre los montes. Recuerde que algunos se quedan debajo de cualquier árbol con estas lluvias. Ahorita mismo los veremos, quizás más para adelante o tal vez cuando estemos llegando al sembradío de plátanos.
Don Samuel no dijo nada. Siguió la marcha pero atrajo a sus dos hijos pequeños encaminándolo hacia la siembra de plátanos. Era un buen terreno, cuya propiedad fue de su abuelo, luego de su padre y hoy la disfruta de vez en vez y de cuando en cuando porque su vida transcurre en la Capital, en otros quehaceres.
-Pienso que debemos aumentar el paso hacia el platanal, mi jefe.
Pero el patrón se devolvió y decidió darle la vuelta al corral donde ordeñan las vacas. Miró tranquilamente todo. “Parece que sí, que efectivamente ordeñaron”, pensó. Ahora observó a lo lejos, en dirección a las lomas, porque el cielo seguía muy nublado e impresionaba. “Este será un fin de semana perdido”, comentó para sí. Chepe iba caminando cabizbajo, golpeando con sus pies algunas piedras pequeñitas, quizás jugando. Unas botas de goma le cubrían las piernas hasta las rodillas. Negras, enlodadas.
Allí, la neblina es un manto, esponjas flotantes sobre la vegetación y los animales. Se desdibuja. Gotitas sobre las hojas verdes. Coronitas de agua. La pangola y otras yerbas se extendían a lo largo y ancho de gran parte de la fina, y en dirección a la loma, el sembradío enorme de plátanos, en una tierra de tierno aroma. De mañanita, de tarde, a cualquier hora, aquello era motivo de orgullo de don Samuel, que lo transmitía a sus hijos, siempre atento a dos niños. La madre se quedaba en la casa de la Capital, quizás el campo le era de poco agrado o tal vez otras ocupaciones la entretenían. Dos años ya tenía don Samuel yendo y viniendo. El campo, la Ciudad. Lo urbano, lo rural. Los viernes depositaban melaza en un estanque grande, desde donde la distribuían hacia pequeños depósitos, en los cuales alimentaban a las vacas, privilegiando a las lecheras y a los terneros. Trozos de plátanos, rabizas y hojas de árboles removidos eran dados a los becerros. La mayoría de las vacas eran del tipo cebúes, otras del tipo holstein.
-Dices, Chepe, que los hombres aquellos todavía siguen trabajando en el platanal…
Hacía poco más de un año que don Samuel enfrentó de palabras a tres de sus peones.
-Sí, y recuerde que hay dos a quienes usted le adeuda….
-No, no les debemos. Se les ha pagado.
-Parece que hoy no nos estamos entendiendo bien con esos hombres, mi patrón. No están contentos, y se ven vengativos.
-Ese no es mi problema. No puedo mantener a todo el mundo contento. Aquí no hay fiestas, aquí venimos a trabajar.
-Es el trato, don Samuel. El hablao.
-Bueno, pero unos mandan y otros reciben órdenes. ¿O es que son mujercitas? ¡Qué se dejen de ñoñerías, de pendejadas, porque aquí hablamos bien claro!
Chepe anduvo el camino siempre mirando hacia el suelo. Pateaba cualquier cosa, tal vez buscando en qué entretenerse. O en qué pensar, mientras acompañaba a su jefe. Se mostraba nervioso, inquieto. Pensativo. A pocos pasos, el platanal. Hojas verdes, mojadas, y el aroma a tierra negra sembrada de plátanos. Se le vio en el Bar Apolo, próximo a Sosúa, cuando el sábado entró alegre, con la cerveza bien fría en sus manos. Allí estaban Felipe, Ramón y Papo, los notó tan pronto entró al salón. Sonaba un merengue en la vellonera. Cinco y treinta de la tarde. Una mujer blanca y de baja estatura se le acercó a Chepe, lo abrazó, le quitó la cerveza y tomó un sorbo llevándose la botella a la boca. El hombre la apretó a la mujer por la cintura, mientras élla sonreía y volvía a llevarse la cerveza a su boca. Tras dejarla, Chepe siguió su camino en dirección a los tres hombres a quienes distinguió cuando penetró al bar, y los saludó sin mediar palabras, excepto una señal con el índice de la mano izquierda, y los tres individuos se mostraron complacidos. Y nada más.
-Buenos días, patrón.
-Qué buenos ni qué buenos días, ¿no ven, carajo, esta jodida lluvia?
Dos hombres parecían esperar al patrón en medio entre los plátanos. Lloviznaba, efectivamente, pero sin fuerza. Eran Ramón y Felipe, quienes entraban y salían de la finca. Peones que se peleaban frecuentemente con su Jefe, don Samuel. Y por cualquier cosa. Siempre hay quienes toleran las discordias y negocian las discrepancias, las dejan pasar para que preservar la amistad o las relaciones laborales; y los hay intolerantes. Así es que Ramón y Felipe, ambos, se asemejaban a don Samuel. Cualquier cosa los irritaba, los hacía enfadar. Probablemente no se gustaban, nunca hubo empatía. Y aunque don Samuel era hombre de muchas mujeres, tal vez el cualquier conflicto con sus peones jamás pudo ser el celo, quizás razones económicas, porque los trabajadores visitaban cada sábado los bares y aún en el día del domingo…seguían de bares en bares.
-Y ustedes, si se puede saber, ¿qué buscan por aquí?
Chepe no decía nada, ni mostraba ninguna sorpresa por la presencia de Ramón y Felipe.
-Bueno, mi patrón, a nosotros no nos gusta la forma que usted tiene para hablarnos a ninguna hora. A nosotros nos parece que usted nos insulta. Que usted no nos quiere…
Don Samuel deslizó sus manos por la cintura, cual si algo buscara en el cinto. Siempre porta una pistola, y casualmente la había dejado en la cocina, al lado del plato donde dejó parte de su desayuno. Sus dos hijos medio distraídos, jugaban en su alrededor, cuando de pronto sintió un golpe en su espalda. Fue Chepe quien lo golpeó con un mazo, y sin pensarlo dos veces Felipe desenvainó un cuchillo largo y lo estocó en la boca del estómago de su patrón.
-No lo suelte, coño, se oyó decir a Felipe.
Los niños huyeron, y sólo se les escuchó gritar: ¡Papi!....
Chepe sostenía por detrás a don Samuel y fue cuando Ramón también uso de puñal para empujarlo en el vientre de don Samuel.
-Norma, Norma….
Volvieron a oírse a los niños cuando llamaban a Norma, la mujer que les había servido los huevos revueltos.
jueves, 16 de diciembre de 2010
El hijo escritor de Lilís era Barriga Verde
Angel Barriuso. A continuación reproducimos una interesantísima colaboración, ya habitual, de nuestro amigo Edgar Valenzuela, escritor y periodista, oriundo de San Juan de la Maguna, ciudad ubicada en la región sur de República Dominicana.En esta ocasión, don Edgar nos presenta un cuento del hijo del dictador (muerto a finales del siglo XIX, personalidad con características muy singulares. Se llamó Ulises Heureaux, alias Lilís,y su hijo fue Ulises Heureaux Ogando. Leamos:
Fruto de los amores del dictador Ulises Heureaux (Lilís) y de la “regia mulata” Juana Ogando, en 1870 nació Ulises Heureaux Ogando en San Juan de la Maguana, nuestro primer cuentista, novelista y dramaturgo.
Recién había regresado de París cuando los dominicanos comenzaron a percatarse de que el hijo que Lilís envió a Francia a estudiar derecho, optó por frecuentar los cafés literarios y las salas de teatro.
Sus publicaciones en las revistas culturales y sus artículos en los periódicos dejaron al descubierto que el joven, más que para la Guerra y la Política, tenía talento para las narraciones escritas, el drama, el ensayo y la música. (Componía y tocaba al piano sus propias melodías).
Juana Ogando
Eso era lo más lejos que también tenía Juana Ogando, amazona excepcionalmente dotada por la naturaleza para el amor y el manejo de las armas. Lilís la visitaba frecuentemente en San Juan de la Maguana. Le hizo construir una imponente casa de madera en el centro de la ciudad que se hizo famosa, y la colmó de favores; conquistado por los múltiples servicios que le prestó, junto a sus hermanos los generales Timoteo y Andrés Ogando, durante la Guerra de Restauración.
Los reiterados éxitos de Ulises Heureaux Ogando con el montaje de sus piezas teatrales La muerte de Anacaona, El grito de 1844, El artículo 291, Consuelo, La noticia sensacional, La fuga de Clarita, Entre dos fuegos, El enredo, En la hora suprema, El Jefe, De director a ministro, Lo inmutable, Blanca, Genoveva, y Alfonso XII lo convirtieron en el dramaturgo más montado de principios del siglo XX y en uno de los pioneros del Teatro Dominicano.
Ulises Heureaux (Lilís)
Entre sus obras publicadas se citan Primeros Cuentos, (1903), En la copa del árbol, novela (1906), Amor que emigra, novela (1910), Rafael Leónidas Trujillo, ensayo (1933).
El cuento que difundimos a continuación hace 100 años que fue impreso. Recrea la época de las revoluciones regionales, rasgos de algunos de nuestros caudillos militares y una historia de amor de fondo. Combinación que no suele fallar.
Alma sencilla (cuento criollo, de Ulises Heureaux hijo)
La guerra civil se había prendido como una odiosa gangrena al corazón de la República.
La común de Guayubín era el teatro donde, diariamente, hermanos contra hermanos se lanzaban a la matanza, y arrastrados por un ardor salvaje, sin piedad de la pobre patria agonizante, quemaban y pillaban todo lo que encontraban en su camino.
Cierta noche muy oscura del mes de abril, cuando las campanas de la iglesia marcaban las nueve, un hombre cruzó el Yaque a la altura del pueblo. Protegido por las densas tinieblas y burlando los centinelas del gobierno, pudo él seguir, durante uno o dos minutos, una hermosa vereda que entonces orleaba el hermoso río y llegar a poca distancia de un bohío de tablas palmas cobijado con yaguas.
Nuestro individuo se detuvo, dirigió una mirada escudriñadora en torno suyo, como queriendo distinguir algo en medio de la oscuridad; pero, bien fuese que lo que él buscara no se encontrase allí, o bien que la negrura de la noche no se lo permitiese ver, el hombre dio tres silbidos, y aplastóse detrás de una enorme javilla.
Transcurrido apenas un minuto, una mujer, envuelta en un traje negro, acercándose con cautela al cercado profirió:
—¿Eres tú, Octavio?
—Sí, Blanca –contestó inmediatamente nuestro personaje saliendo de su escondite y adelantándose hacia la puerta formada con trozos de madera.
—¡Ay, Octavio, qué imprudencia! ¿Acaso ignoras que mi hermano ha sido trasladado a ésta con orden de fusilarte si caes prisionero?
—Ya lo sé –contestó el joven–, pero te había prometido venir, y…
—¡Comprometes tu vida! –dijo ella con acento lastimero, mirando a su amante.
Ese tierno reproche apenas balbuceado por los labios carmíneos de la hermosa Blanca tocó el alma de Octavio.
—Calla, amor mío, mañana atacaremos la comandancia, y quería estrecharte sobre mi pecho una vez más antes de desafiar nuevamente la muerte.
Blanca puso la diestra sobre la boca del insurrecto.
—No hables así; tu muerte conllevaría la mía. ¿Quieres tú que yo muera?
Un ardiente beso depositado en la cabellera negra de la amada fue la silenciosa aunque elocuente contestación del mancebo.
***
Razón sobrada tenía la hermosa Blanca. Su hermano, el general Francisco Lorian, alias Pancholo, era un adversario terrible. Cinco años hacía que su machete mantenía en pie la máquina gubernativa, y esos cinco años de una lucha tan grande como encarnizada, habían hecho de él un nuevo Atila.
¡Fatal destino el de nuestro pueblo! La razón se rendía a la fuerza y el acero subyugaba al derecho! La voluntad nacional vencida, inerme, anhelaba el grito de redentora libertad.
Bruto, ignorante, Pancholo, era una de los tantos generalotes de la República que apenas sabía escribir su nombre y; ¡cosa extraordinaria! Ese hombre del campo, ignorante, bárbaro, ese soldado que reunía en su persona el valor del león y la voracidad del tigre, solía tener sublimes delicadezas, exquisitas ternuras.
***
Los amantes guardaban silencio; de repente oyóse el ruido de una detonación.
—¡Vete! ¡Vete por Dios! –balbuceó Blanca temblando de pies a cabeza–. ¡Cuidado con Miguel Tabera!
—¡Con Miguel Tabera! –profirió Octavio.
—Sí; ese hombre ha descubierto nuestras relaciones, y como yo no he querido prestar oído a sus propuestas amorosas, ha jurado vengarse.
El joven no pensaba abandonar aún tan grata compañía; vio empero, en los ojos de la amada, un mar de temores, y comprendió la suprema ansiedad que revelaban sus palabras. Llegó el momento de la separación.
—¡Adiós! –dijo–, cuando termine la pelea volveré a verte; es decir, si no me han matado.
Blanca cogió entre sus manos la noble cabeza de su amante y, sin que este se diera cuenta, le puso en el pescuezo una cadenita de plata que tenía un pequeño medallón.
***
Han pasado dos días. Desbandadas las fuerzas revolucionarias huyen con dirección a las lomas perseguidas por los jinetes del general Pancholo.
Son las cinco de la mañana. A orillas del río, no muy lejos de un bohío de tablas palmas cobijado con yaguas, dos mujeres esperan ansiosas: son Blanca y la vieja Minga, su única compañera. No muy lejos de ellas, un hombre está en acecho, oculto tras de un palo seco.
De repente un grito se escapa del pecho de la joven.
—¡Es él!
Efectivamente, las primeras luces del día le han permitido reconocer a Octavio que aprovechando la corriente nada vigorosamente hacia la orilla.
—¡No ha tropezado con las guardias, se ha salvado!
–profirió Minga.
—¡Se ha perdido! –balbuceó Miguel Tabera, abandonando rápidamente su escondite.
***
Allí estaban ellos, estrechándose santamente en una pieza del rancho, con sólo Dios y Minga por testigos.
—¡Echen abajo esa puerta! –grita una voz varonil.
Octavio se pone de pie como movido por un resorte; sus ojos brillan; una idea criminal, monstruosa, ha cruzado por su mente. ¿Acaso Blanca habíale mandado a buscar para entregarlo?
La puerta cedió a los repetidos golpes de los asaltantes. Blanca estaba muda.
—Octavio Mimosa, por fin caíste en la trampa como un niño torpe! –decía Miguel con la sonrisa irónica del genio malo–. Bien sabía yo que mandándote a llamar en nombre de Blanca tu captura era cierta.
—Entonces, ese hombre que me trajo un recado anoche, y que se decía enviado por ti –interrumpió Blanca, dirigiéndose a Octavio– ese hombre…
Una carcajada llenó el rancho.
—¡Obra mía; sí, obra mía! –gritó Miguel–. ¡Octavio, prepárate; vas a morir! La orden del gobierno es terminante.
El coraje, la indignación, el deseo de la venganza estallaron simultáneamente.
—¡Sí, pero tú morirás primero, canalla!
Y al decir estas palabras Mimosa dio un salto; con la izquierda agarró a Miguel por la garganta; luego, la hoja de un cuchillo brilló en los aires, y con la rapidez del relámpago desapareció en el pecho del oficial.
Los soldados quedaron atónitos; parecían mármoles. El movimiento había sido tan rápido que nadie pudo impedir la catástrofe. Blanca yacía en el suelo. Miguel desplomó la faz contra la tierra: estaba muerto.
El cuchillo de Octavio, dirigido con mano certera, habíale partido el corazón.
***
Pasado el momento de incertidumbre y de estupor: ¡Matémosle!: gritaron algunos; y ya el valiente Mimosa iba a ser víctima de la soldadesca, cuando presentóse un nuevo personaje escoltado por ocho o diez soldados armados de tercerolas.
—¡El general!
—¡Sí; soy yo! –dijo Pancholo–. ¡A ver, que hacen ustedes aquí!
Luego recorrió el cuadro con la vista, y sus miradas tropezaron con el cuerpo de su hermana.
—¡Cómo! ¡Blanca desvanecida! ¡Por María Santísima! ¿Y, esta sangre de quién es?
Acercóse a la otra puerta, y vio detrás de un grupo de soldados el cadáver de su ayudante.
—¡Miguel!... ¡Muerto! ¿Quién ha sido el matador?
—¡Yo! –contestó Octavio.
—¡Tú –profirió Pancholo, mirándole de arriba abajo–. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Sí, yo, Octavio Mimosa.
—¡Ah!, tú eres el Octavio Mimosa que ha dado tanto que hacer al gobierno!?
Y, en los ojos, en el semblante del machetero, aparecían pintadas una a una la sorpresa, la alegría, la sed de sangre.
—¡Muchachos, cójanlo y amárrenlo a ese guatapaná! –dijo por fin, indicando con el dedo un árbol grueso que se levantaba a cinco o seis metros del bohío.
Octavio, que ha creído ya llegado el momento de morir, no esperó que los soldados le tocaran, dio unos pasos y llegó al pie del árbol; pero Pancholo era un hombre de conciencia, y temiendo que su presa se escapara le quitó la jáquima a su caballo y ató el mismo al prisionero.
El piquete estaba ya listo: era de día. Un sol muy pálido besaba la frente del sentenciado a muerte dejando en ella un nimbo de luz.
—¡Muchachos –profirió el jefe– apunten al corazón!
Octavio se había desabotonado la camisa y los pálidos rayos del sol se reflejaban sobre un objeto pequeño que tenía en el pecho.
—¡Fuego!–gritó Mimosa.
Pero al mismo tiempo oyóse otro grito, más fuerte que el primero, terrible, amenazante, que decía:
—¡Por María Santísima, cuidado quién tira!
***
Cuando Blanca volvió en sí iban a enterrar a Miguel Tabera.
¿Y, Octavio? –preguntó con voz doliente.
—Pancholo lo perdonó –contestó Minga.
—¿Qué dices, Minga? –profirió Blanca incorporándose en la cama–. ¡Salvado mi Octavio! ¡¡No lo creo!!
Sin embargo, en un rincón del cuarto vecino, sentado en una silla de paja del país, la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre las piernas, Pancholo, el adversario terrible, el hombre del campo, bárbaro e ignorante, el soldado que reunía en su persona el valor del león y la voracidad del tigre, repetía mascando las palabras:
—¡Llevaba en el pecho el retrato de la vieja!
1909.
Fuente: Cuentistas del Sur de la Isla, antología narrativa. Santo Domingo, Editora Buho, 2005.
pps. 109–115.
Fruto de los amores del dictador Ulises Heureaux (Lilís) y de la “regia mulata” Juana Ogando, en 1870 nació Ulises Heureaux Ogando en San Juan de la Maguana, nuestro primer cuentista, novelista y dramaturgo.
Recién había regresado de París cuando los dominicanos comenzaron a percatarse de que el hijo que Lilís envió a Francia a estudiar derecho, optó por frecuentar los cafés literarios y las salas de teatro.
Sus publicaciones en las revistas culturales y sus artículos en los periódicos dejaron al descubierto que el joven, más que para la Guerra y la Política, tenía talento para las narraciones escritas, el drama, el ensayo y la música. (Componía y tocaba al piano sus propias melodías).
Juana Ogando
Eso era lo más lejos que también tenía Juana Ogando, amazona excepcionalmente dotada por la naturaleza para el amor y el manejo de las armas. Lilís la visitaba frecuentemente en San Juan de la Maguana. Le hizo construir una imponente casa de madera en el centro de la ciudad que se hizo famosa, y la colmó de favores; conquistado por los múltiples servicios que le prestó, junto a sus hermanos los generales Timoteo y Andrés Ogando, durante la Guerra de Restauración.
Los reiterados éxitos de Ulises Heureaux Ogando con el montaje de sus piezas teatrales La muerte de Anacaona, El grito de 1844, El artículo 291, Consuelo, La noticia sensacional, La fuga de Clarita, Entre dos fuegos, El enredo, En la hora suprema, El Jefe, De director a ministro, Lo inmutable, Blanca, Genoveva, y Alfonso XII lo convirtieron en el dramaturgo más montado de principios del siglo XX y en uno de los pioneros del Teatro Dominicano.
Ulises Heureaux (Lilís)
Entre sus obras publicadas se citan Primeros Cuentos, (1903), En la copa del árbol, novela (1906), Amor que emigra, novela (1910), Rafael Leónidas Trujillo, ensayo (1933).
El cuento que difundimos a continuación hace 100 años que fue impreso. Recrea la época de las revoluciones regionales, rasgos de algunos de nuestros caudillos militares y una historia de amor de fondo. Combinación que no suele fallar.
Alma sencilla (cuento criollo, de Ulises Heureaux hijo)
La guerra civil se había prendido como una odiosa gangrena al corazón de la República.
La común de Guayubín era el teatro donde, diariamente, hermanos contra hermanos se lanzaban a la matanza, y arrastrados por un ardor salvaje, sin piedad de la pobre patria agonizante, quemaban y pillaban todo lo que encontraban en su camino.
Cierta noche muy oscura del mes de abril, cuando las campanas de la iglesia marcaban las nueve, un hombre cruzó el Yaque a la altura del pueblo. Protegido por las densas tinieblas y burlando los centinelas del gobierno, pudo él seguir, durante uno o dos minutos, una hermosa vereda que entonces orleaba el hermoso río y llegar a poca distancia de un bohío de tablas palmas cobijado con yaguas.
Nuestro individuo se detuvo, dirigió una mirada escudriñadora en torno suyo, como queriendo distinguir algo en medio de la oscuridad; pero, bien fuese que lo que él buscara no se encontrase allí, o bien que la negrura de la noche no se lo permitiese ver, el hombre dio tres silbidos, y aplastóse detrás de una enorme javilla.
Transcurrido apenas un minuto, una mujer, envuelta en un traje negro, acercándose con cautela al cercado profirió:
—¿Eres tú, Octavio?
—Sí, Blanca –contestó inmediatamente nuestro personaje saliendo de su escondite y adelantándose hacia la puerta formada con trozos de madera.
—¡Ay, Octavio, qué imprudencia! ¿Acaso ignoras que mi hermano ha sido trasladado a ésta con orden de fusilarte si caes prisionero?
—Ya lo sé –contestó el joven–, pero te había prometido venir, y…
—¡Comprometes tu vida! –dijo ella con acento lastimero, mirando a su amante.
Ese tierno reproche apenas balbuceado por los labios carmíneos de la hermosa Blanca tocó el alma de Octavio.
—Calla, amor mío, mañana atacaremos la comandancia, y quería estrecharte sobre mi pecho una vez más antes de desafiar nuevamente la muerte.
Blanca puso la diestra sobre la boca del insurrecto.
—No hables así; tu muerte conllevaría la mía. ¿Quieres tú que yo muera?
Un ardiente beso depositado en la cabellera negra de la amada fue la silenciosa aunque elocuente contestación del mancebo.
***
Razón sobrada tenía la hermosa Blanca. Su hermano, el general Francisco Lorian, alias Pancholo, era un adversario terrible. Cinco años hacía que su machete mantenía en pie la máquina gubernativa, y esos cinco años de una lucha tan grande como encarnizada, habían hecho de él un nuevo Atila.
¡Fatal destino el de nuestro pueblo! La razón se rendía a la fuerza y el acero subyugaba al derecho! La voluntad nacional vencida, inerme, anhelaba el grito de redentora libertad.
Bruto, ignorante, Pancholo, era una de los tantos generalotes de la República que apenas sabía escribir su nombre y; ¡cosa extraordinaria! Ese hombre del campo, ignorante, bárbaro, ese soldado que reunía en su persona el valor del león y la voracidad del tigre, solía tener sublimes delicadezas, exquisitas ternuras.
***
Los amantes guardaban silencio; de repente oyóse el ruido de una detonación.
—¡Vete! ¡Vete por Dios! –balbuceó Blanca temblando de pies a cabeza–. ¡Cuidado con Miguel Tabera!
—¡Con Miguel Tabera! –profirió Octavio.
—Sí; ese hombre ha descubierto nuestras relaciones, y como yo no he querido prestar oído a sus propuestas amorosas, ha jurado vengarse.
El joven no pensaba abandonar aún tan grata compañía; vio empero, en los ojos de la amada, un mar de temores, y comprendió la suprema ansiedad que revelaban sus palabras. Llegó el momento de la separación.
—¡Adiós! –dijo–, cuando termine la pelea volveré a verte; es decir, si no me han matado.
Blanca cogió entre sus manos la noble cabeza de su amante y, sin que este se diera cuenta, le puso en el pescuezo una cadenita de plata que tenía un pequeño medallón.
***
Han pasado dos días. Desbandadas las fuerzas revolucionarias huyen con dirección a las lomas perseguidas por los jinetes del general Pancholo.
Son las cinco de la mañana. A orillas del río, no muy lejos de un bohío de tablas palmas cobijado con yaguas, dos mujeres esperan ansiosas: son Blanca y la vieja Minga, su única compañera. No muy lejos de ellas, un hombre está en acecho, oculto tras de un palo seco.
De repente un grito se escapa del pecho de la joven.
—¡Es él!
Efectivamente, las primeras luces del día le han permitido reconocer a Octavio que aprovechando la corriente nada vigorosamente hacia la orilla.
—¡No ha tropezado con las guardias, se ha salvado!
–profirió Minga.
—¡Se ha perdido! –balbuceó Miguel Tabera, abandonando rápidamente su escondite.
***
Allí estaban ellos, estrechándose santamente en una pieza del rancho, con sólo Dios y Minga por testigos.
—¡Echen abajo esa puerta! –grita una voz varonil.
Octavio se pone de pie como movido por un resorte; sus ojos brillan; una idea criminal, monstruosa, ha cruzado por su mente. ¿Acaso Blanca habíale mandado a buscar para entregarlo?
La puerta cedió a los repetidos golpes de los asaltantes. Blanca estaba muda.
—Octavio Mimosa, por fin caíste en la trampa como un niño torpe! –decía Miguel con la sonrisa irónica del genio malo–. Bien sabía yo que mandándote a llamar en nombre de Blanca tu captura era cierta.
—Entonces, ese hombre que me trajo un recado anoche, y que se decía enviado por ti –interrumpió Blanca, dirigiéndose a Octavio– ese hombre…
Una carcajada llenó el rancho.
—¡Obra mía; sí, obra mía! –gritó Miguel–. ¡Octavio, prepárate; vas a morir! La orden del gobierno es terminante.
El coraje, la indignación, el deseo de la venganza estallaron simultáneamente.
—¡Sí, pero tú morirás primero, canalla!
Y al decir estas palabras Mimosa dio un salto; con la izquierda agarró a Miguel por la garganta; luego, la hoja de un cuchillo brilló en los aires, y con la rapidez del relámpago desapareció en el pecho del oficial.
Los soldados quedaron atónitos; parecían mármoles. El movimiento había sido tan rápido que nadie pudo impedir la catástrofe. Blanca yacía en el suelo. Miguel desplomó la faz contra la tierra: estaba muerto.
El cuchillo de Octavio, dirigido con mano certera, habíale partido el corazón.
***
Pasado el momento de incertidumbre y de estupor: ¡Matémosle!: gritaron algunos; y ya el valiente Mimosa iba a ser víctima de la soldadesca, cuando presentóse un nuevo personaje escoltado por ocho o diez soldados armados de tercerolas.
—¡El general!
—¡Sí; soy yo! –dijo Pancholo–. ¡A ver, que hacen ustedes aquí!
Luego recorrió el cuadro con la vista, y sus miradas tropezaron con el cuerpo de su hermana.
—¡Cómo! ¡Blanca desvanecida! ¡Por María Santísima! ¿Y, esta sangre de quién es?
Acercóse a la otra puerta, y vio detrás de un grupo de soldados el cadáver de su ayudante.
—¡Miguel!... ¡Muerto! ¿Quién ha sido el matador?
—¡Yo! –contestó Octavio.
—¡Tú –profirió Pancholo, mirándole de arriba abajo–. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Sí, yo, Octavio Mimosa.
—¡Ah!, tú eres el Octavio Mimosa que ha dado tanto que hacer al gobierno!?
Y, en los ojos, en el semblante del machetero, aparecían pintadas una a una la sorpresa, la alegría, la sed de sangre.
—¡Muchachos, cójanlo y amárrenlo a ese guatapaná! –dijo por fin, indicando con el dedo un árbol grueso que se levantaba a cinco o seis metros del bohío.
Octavio, que ha creído ya llegado el momento de morir, no esperó que los soldados le tocaran, dio unos pasos y llegó al pie del árbol; pero Pancholo era un hombre de conciencia, y temiendo que su presa se escapara le quitó la jáquima a su caballo y ató el mismo al prisionero.
El piquete estaba ya listo: era de día. Un sol muy pálido besaba la frente del sentenciado a muerte dejando en ella un nimbo de luz.
—¡Muchachos –profirió el jefe– apunten al corazón!
Octavio se había desabotonado la camisa y los pálidos rayos del sol se reflejaban sobre un objeto pequeño que tenía en el pecho.
—¡Fuego!–gritó Mimosa.
Pero al mismo tiempo oyóse otro grito, más fuerte que el primero, terrible, amenazante, que decía:
—¡Por María Santísima, cuidado quién tira!
***
Cuando Blanca volvió en sí iban a enterrar a Miguel Tabera.
¿Y, Octavio? –preguntó con voz doliente.
—Pancholo lo perdonó –contestó Minga.
—¿Qué dices, Minga? –profirió Blanca incorporándose en la cama–. ¡Salvado mi Octavio! ¡¡No lo creo!!
Sin embargo, en un rincón del cuarto vecino, sentado en una silla de paja del país, la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre las piernas, Pancholo, el adversario terrible, el hombre del campo, bárbaro e ignorante, el soldado que reunía en su persona el valor del león y la voracidad del tigre, repetía mascando las palabras:
—¡Llevaba en el pecho el retrato de la vieja!
1909.
Fuente: Cuentistas del Sur de la Isla, antología narrativa. Santo Domingo, Editora Buho, 2005.
pps. 109–115.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
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