lunes, 29 de junio de 2009

Queríamos que el murciélago fumara/ Cuento

Angel Barriuso
De noche, debajo de un frondoso árbol, cuyos troncos cubrían la cocina de mi casa de madera y techada con planchas de zinc, esperaba a los murciélagos. Quería saber si en verdad fumaban. Mantuve escondida una cajetilla de cigarrillos sin filtros porque presumía, siendo yo un niño, que les era mucho más fácil fumárselos. ¡Nunca los probé, nunca me gustó su olor!
Alrededor de las ocho de la noche sentía el montón de murciélagos. Me aterraban. Volaban rosándome el cuerpo, cual si protestaran mi presencia. Pero cuando logré capturar a uno de estos hubo suficiente sol para verlo clarito: un ratón con alas negras, vivaracho, con orejas paraditas, cual radares…y adherido a la raíz del arbusto, con sus uñas largas. No colgaba de sus pies, cabeza hacia abajo, como en las películas. Estaba de patitas abrazado al tronco del árbol.
Corrí hacia la casa y de inmediato retorné con la cajetilla de cigarrillos y unos fósforos, porque si en verdad el sol los mataba, no podía perder tiempo. Eufórico, llamé a unos de mis amiguitos, quien también saltó de alegría, su entusiasmo era mayor al que sentía dentro de mi. Entonces el orgullo, eso sí que estuvo contagioso. ¡Por fin! No podía creerlo. Esperé tanto, y tenía mi propio murciélago. ¡Vivo! Ahora teníamos que ponerlo a fumar.
Mi amigo encendió el primer cigarrillo. El murciélago aparentaba medio tonto, quizás no veía, y quizás debíamos esperar a la noche. Insistimos. Entreabría los ojos. Abría y cerraba la boca, una y otra vez, una y otra vez. Sus ojazos. El miedo nos arropaba, tal vez era repugnancia. Hasta que definitivamente lo vimos orinarse y su cuerpecillo medio estirándose. Le abrimos las alas porque no podía ser un ratón. ¡Esa cara! Abrió la boca y parecía consumirse.
El cigarrillo estaba en su boca, y el murciégalo recogía las patas. Volvía a estirarlas.
-No le gusta este cigarrillo. Hay que buscar otro.
Corrimos hasta el tendero y pedimos cigarrillos con filtro, sin mentol, para mi abuela. El vendedor nos miró dudando de los dos pichones agitados, sobresaltados, e indujo a una conversación, cual profesor, preguntándonos por las tareas de la escuela. Que si la salud de la abuela, que si mi padre que si mi madre, que si el tío, que si no debemos nada. Nos miramos. Mi abuela está esperándonos, quise decir cuando vimos caer la cajetilla sobre la mesa, mientras se le escapaba al marchante una sonrisa medio burlona, casi de complicidad…y nos abrimos el pecho, con la cabeza flotando en sueños, en imágenes de un murciélago dibujando nubes. Y el cigarrillo consumiéndose. ¡Encendamos el otro, y otro y otro….!
-Debimos clavar el murciélago, como al hombre que está en la cruz esa.
-Debe estar por aquí. No pudo haber volado. De día son ciegos.
-No es verdad, este abría los ojos.
-Te digo que son ciegos.
-Pero te digo que este veía. ¡No está!
Ya tenía a quien me hiciera compañía. Pasó una noche, otra y otra. Y llegó el domingo, nada. No volvimos a atrapar a ningún otro. Las noches se volvieron difíciles. Éramos dos sobre un techo de zinc, se nos quejaban por posibles goteras. Y más que esto era que había muchas goteras, es decir pequeños agujeros a través de los cuales fluía la lluvia y nos mojaba adentro, aún cuando la llovizna fuera poco abundante. Los clavos de cabeza ancha salían con nuestras pisadas, hasta que descubrimos que pisándolos los manteníamos presionados, con menos ruido. Eran nuestras casas muy viejas y las planchas de zinc, por igual, con sobresalientes oxidados, corroídos, y las hojas abundantes del árbol muchas veces impedían evitar las malas pisadas. En algún momento pudieron creer que éramos ladrones, y jamás muchachos jugando, queriendo atrapar a algún murciélago para ver si realmente eran efectivamente fumadores.
Una mañana de un sábado cualquier volvimos a rebuscar entre las raíces del árbol.
-Dejemos esto, no tenemos suerte.
-Hay que seguir.
Mi amigo insistía, pero desistí. Y transcurrieron largos meses sin que volviéramos a pensar en los ratones con alas. Se mudó unos de nuestros vecinos, y supe que un policía ocupó la casa que quedó vacía por poquísimas semanas. Eran los años sesenta, y un vecino era como el mejor de nuestros primos. Un pariente cercano. Siempre lo creí bombero hasta que aprendí que los bomberos no portaban pistolas. Este hombre policía apareció sin hijos, con una mujer gorda, muy gorda, por demás quejosa. Inmediatamente se levantaba de su cama, la veíamos en el patio con la cabeza repleta de cosas envueltas que le agrandaba su cara redonda, cual luna llena. Tan pronto jugábamos próximo a su puerta trasera de la pieza que ocupaban, lanzaba maldiciones difíciles de recordar por la rapidez con que eran dichas, y tantas veces en las tarde que nos sentíamos bandidos perseguidos. El, en cambio, era medio manso, probablemente porque antes de acostarse bebía ron con hielo. Flacucho y de pelo crespo, como una canela. ¡Un palo viejo!, le oíamos. Un ron en botella chata, con una etiqueta amarillo canario y creo que aparecía un hombre sirviendo un trago.
Lo peor era que el árbol donde vivían los murciélagos nació justo detrás de la cocina de esa casa y aunque nos treparíamos a la azotea por los vecinos más cercanos cuyas paredes se separaban a medio metro de otros vecinos, con un trecho que nos permitía trepar con la espalda recostada y medio de rodillas. Era gatear de espaldas, mirándonos la punta de los pies. Así volvimos una noche cualquiera, luego de unos meses, a comprobar si seguían los murciélagos. ¿Fumaban, no fumaban? Y ahí estaban.
Una noche de diciembre quisimos repetir la hazaña. Mi amigo tendría unos doce años, como yo, cuando quisimos descubrir la osadía del murciélago de fumar como los hombres.
-Es ahora o nunca, dije.
En efecto, así ocurrió. Próximo a las 8:30 de la noche nos sentimos hombres desafiantes. En mi bolsillo mantuve la cajetilla de cigarrillos con filtros y una caja de fósforos. Pisábamos con suficiente cuidado, pero el techo chilló. Mi amigo iba delante, yo detrás. Notamos a los murciélagos zumbar, como si estuviésemos ausentes. Ya pronto tendríamos a unos de estos bichos cuando escuchamos algo así como un disparo. Y nos miramos perplejos. Vi el fondo blanco de los ojos de mi amigo tan abierto como nunca. Creyéndolo más miedoso que a cualquiera de los cobardes, vi cuando perdía las fuerzas de sus piernas y comenzó arrodillarse, al ritmo de rodarse lentamente hasta caer justo entre las raíces del árbol. Bajé hasta él sin darme cuenta nunca cómo lo hice, y entre sus piernas observé un chorro de sangre. Lloré sin palabras. Volví, grité fuerte buscando aire y apareció la gorda, la mujer gorda, con cara de espanto. Recogió a mi amigo, dejando un caminito de sangre que recorrí con mis ojos mojados.
-Qué pasó? ¿Cómo se cayó, carajo?
Ella, la mujer gorda preguntó. Y tal vez fui yo el único quien escuchó el ruido de un disparo. Y el único niño en ver a su amigo sangrar, mucha sangre, por entre sus bolas de hombre.
A la mañanita, una lona grande cubría del sol a mucha gente sentada y parados, otros, en la puerta de entrada a la casa de mi amiguito, quien dormía con trocitos de algodón entre los agujeros de su nariz. La boca, cual si hubiese querido hablar. Volví a llorar. Y traté de esconderme en el patio. Lo sentí hueco, en un infinito vacío. Oscuro. Girando en círculos caí y me vi abrazado al árbol donde viven los murciélagos, y justo en mis pies…un murciélago.