Cuento
Lo despertó un ruido, una mala sensación de derrumbe. Se mecía la cama y el piso de tierra de su casa de madera vieja. Es el río, pensó. Ha llovido toda la tarde y parte de la noche. Se acostó a las siete y treinta, solo, como de costumbre, apagó la lámpara de gas kerosene, colocó las chancletas debajo y dispuso su cuerpo y el alma a descansar. Pero en la madrugada el río efectivamente sonaba, traía desde las lomas un chorro de agua negra, lodo, trozos de sillas, de arbustos, todo lo que hallaba a su paso. De pie, medio retorció su cuerpo como si quisiera encontrarse en él, encendió la lámpara y miró hacia fuera, hacia la oscuridad ruidosa. En tantos años de la última crecida, no recordaba el comportamiento del río y éste se notaba casi a desbordarse, lo que pondría en peligro la casucha y a los vecinos. ¿Qué hacer? Creyó pensar en distintos caminos, mas su mente quedó en blanco…es difícil levantarse espantado y con un plan. La mente jamás ha funcionado así. Sintió mojada la tierra seca en sus pies, y en su cara cualquier hubiese visto la preocupación, la inquietud perturbadora, la emergencia nocturna por lo inesperado y el mal olor del desastre. Será que arrastra al mundo, demonio. Y no llovía pero tronaba y en el cielo, rayos, relámpagos. Don Jacinto corra, no hay tiempo para nada. Permaneció medio inmóvil. Los vecinos de casuchas dispersas medio se alejaban. Confuso, se sentó, tomó el sombrero que colgaba agarrado de un clavo y los desdibujó entre sus manos. Mientras, las aguas sucias del río agrandaban el surco viejo y medio abandonado. El agua, podría oírse, golpea sobre sus propios pasos. El hombre solitario se abrazó a sí mismo y creyó tener frío, mucho frío. Volvía más agua en torno a sus pies y los escasos vecinos eran menos cada vez, buscaban refugios en la noche tratando de ver caminos seguros. La vista se hacía inmensa sólo con los relámpagos. El estruendo del agua en el lecho desbordado y los truenos en el cielo eran la angustia. Compadre Jacinto deje la casa, volvamos mañana, cuando esto termine.
Era un muchacho alto y delgaducho. El viejo, junto a su mujer y el niño, habían contemplado cómo iba destruyéndose la casa. La tierra hecha lodo lo envolvía todo, todo lo arrastra. La gente gritaba y corrían hacia allá, hacia acá, de un lado al otro. De pronto cayó el niño al agua, y cuando el viejo lo notó se tiró al río sin pensarlo dos veces. Iba el niño aferrado a hojas y palos secos, mientras detrás nadaba el viejo, desde una orilla hacia la otra medio desplazándose con la corriente del río que iniciaba su desborde. Corrían los vecinos tratando de ayudar, y lanzaron una soga. Luego al niño lo vieron medio defendiéndose entre hojas y troncos secos y más atrás, el viejo. Las aguas turbulentas, crecían. De pronto, el viejo y el niño fueron perdiéndose, como si empequeñecieran en la distancia. Iban lejos llevados por el agua, defendiéndose aún, luchando contra el agua sucia. Y los vientos, muy fuertes. El agua del río era una fiera, y lejanamente fueron viéndose los cuerpos del viejo y del niño, y a orillas del río, tembloroso, otro niño solitario, un cuerpo inmóvil y sin ninguna palabra. Ausente. Alguien corría con los brazos abiertos, en forma de cruz, era la mujer, la madre del niño, la mujer del viejo. Y hoy, el agua mojaba los pies descalzos del hombre solitario, del viejo Jacinto, abrazado así mismo, con un dolor que le removía el vientre, tratando de volver en sí cuando un vecino lo arrancó del pasado, de viejas imágenes que dormitaban en sus adentros. ¡La mujer, la mujer….! Volvió a escuchar la voz, no vio a la cara del hombre, sólo escuchaba la voz. ¡La mujer, la mujer, Jacinto! Una mujer joven cayó al agua del río y alguien, posiblemente un vecino cercano, gritó. Medio se incorporó, pero aún la memoria lo situaba en la niñez, quizás el momento lo remitía al pasado, tal vez la sensación de que era el mismo momento, probablemente viejos temores que se creían superados. En aquel entonces, cuando apenas era un niño, el viento era un animal feroz, mojado por intensas lluvias, y hoy simplemente había llovido muy fuerte en la loma pero el río rugía, y ese rugir era lo que, en cierto modo, le estaría sacando el alma a su cuerpo. ¡Una mujer cayó al río….! Corrió Jacinto sin sentir en su espalda el peso de los años, siempre descalzo, pies anchos y dedos largos. Vio a la mujer, y efectivamente el agua la dominaba, y sin pensarlo dos veces, Jacinto se lanzó al río y nadó sorprendentemente buscando maneras de alcanzar a la mujer que iba delante. Don Jacinto está en el agua, es don Jacinto. Ahora, la mujer y don Jacinto luchaban contra la corriente. Eran quizás las cinco de la mañana cuando don Jacinto nadaba por sobrevivir y salvar a la mujer, y a poco tiempo se vio a don Jacinto sosteniendo a la mujer y ambos por aferrarse al trozo de un árbol frondoso. Más debajo de éllos, un grupo de hombres desesperados se las ingeniaban para esperarlos, lanzando al agua del río objetos a través de los cuales capturarlos, cual peces en una red. Y así fue cómo estos hombres lograron sacar a la mujer, y don Jacinto seguía envolviéndose en el tronco medio perdiéndose unos metros más adelante. La mujer preguntaba por don Jacinto. Los hombres miraban esperanzados.
Al siguiente día, el agua había vuelvo a su nivel. El caserío, medio destrozado, hojas y desperdicios por doquier. Aún se distinguía que hubo una crecida. Y ya lo dice el refrán, después de la tormenta llega la calma. Unas mujeres viejas recomponían sus casas. Algunos hombres, machete al cinco, iban río abajo, hasta que de pronto un niño que jugaba con su perro y corría descubrió el cuerpo del viejo, tendido boca arriba entre tallos húmedos y hojas sucias. El cuerpo estaba a medio vestir. Y el niño lo creyó muerto. Pa, pa…llamó a su padre, quien caminaba en su dirección a pocos metros junto a otros hombres. Y para sorpresa de la comarca, don Jacinto había vencido al río.