lunes, 3 de agosto de 2009

Huesín

cuento/angel barriuso

La mujer, morena, alta y pelo crespo, con ojos saltones en una cara alargada, dejó a la niña en medio de la calle, y gritó: ¡Diablo, llévatela! Y el viento chilló fuerte, un rugido. ¡Dios, sálvala si tú la quieres! Y el viento volvió a rugir. La niña triste e indefensa, tal vez con seis años de edad, flacucha y probablemente enfermiza, de un algo que nunca se le curaba desde su nacimiento, quedó sola entre los soplos fuertes del viento.
Un huracán fue anunciado para aquella tarde. El cielo, nublado, y las nubes negras… girando en todas las direcciones. Y las casuchas, todas, con las puertas cerradas, ninguna casa con sus puertas entreabiertas. Todas herméticas y nadie, absolutamente nadie, en la calle, excepto aquella niña dejada por la madre, la mujer que huyó despavorida, posiblemente invocando piedad, con las manos apretándose la cabeza, cual sosteniéndola al tronco de su cuerpo. Su cabello medio estirado, los pies descalzos, siempre de espalda a la niña, nunca más miró hacia atrás. La mujer corrió, corría, y asustada se escondió en la casa, en su hogar vacío, y cerró puertas y ventanas como lo hicieron sus vecinos.
¡Mami, maaami, maaaaaamiiiii…!
Creyó oír la vocecilla de la niña, y el viento fuerte chocaba con las paredes. Se devolvía violento. Una llovizna. La vocecilla se fue perdiendo en el soplo. Nunca antes más indefensa que ahora. ¿Cómo pudo la madre dejar aquella niña, su hija, a la voluntad de algo que estaba fuera de su control? ¿Cómo pudo encomendarla a los espíritus, a las leyendas, a Dios y al demonio? ¿Qué pudo perturbar la tranquilidad de aquella mujer corpulenta, de piernas fuertes? La llovizna dejó de ser tan simple y común, pronto se convirtió en una aguacero fuerte, amenazador. Mucho agua, fuertes vientos. Era el mes de septiembre, cuando los huracanes atraviesan su ruta de todos los años. Y la niña allí, tiesa, probablemente llena de dudas y tal vez con los ojos cerrados como si quisiera jamás ver la tragedia que asoma. ¿Tenía padre, algún hermanito o algún amiguito?
Huesín era su apodo, y ya habrá de imaginarse las razones. La madre, quejosa, buscó remedios sobrenaturales a males que decía eran incurables. Se cansó de los médicos, ningún doctor la convenció de cualquier medicina, en consecuencia recurrió a los curanderos, gente dedicada a curar mediante el uso de hierbas y pócimas, porque al final de las cuentas la mujer, aquella madre perpleja, que apostó al Diablo y a Dios, sin importarle quien actuara primero, estuvo convencida de que la niña era víctima de un mal de ojo de cualquier otra mujer celosa, porque cuando conoció al que cree es el padre de la niña había conocido al hombre con dinero, y a este hombre llevó a la cama. Este la acompañó en cierta noche que al decir de mucha gente su macho y ella cerraron un bar hasta la mañana siguiente, cuando medio dormitando dejaron el lugar y el sol los descompuso a ambos. Esta, se dijo, era una mujer de dichas. En la noche siguiente dejó a San Pedro de Macorís rumbo a la capital, y la cita estaba hecha con otro don Señor, y también amaneció en circunstancias que jamás fueron contadas. Con uno y otro hombre anduvo sin dejar el ánimo en la calle. Fiesta, rones, cervezas, sin horas ni fechas en el almanaque, hasta que unos meses después ni uno ni otro hombre. Estaba preñada. Estaba sola y estuvo sola al momento del parto. E igualmente sola cuando dejó a la niña en la calle justo el día en que se anunciaba el paso de un huracán.
La historia entre vecinos es confusa respecto a la enfermedad de Huesín. Hay quienes aseguran que la niña vino así del embarazo. Otros acusan a la mujer de descuidarse por atenderse ella, sólo ella. La mujer, al perder sus encantos por el embarazo, se miró a sí con desdén y muy a pesar de los consejos jamás se provocó un aborto debido a sus dudas por el supuesto padre de la niña. Si fue el don Señor de la capital o el hombre importante que en San Pedro de Macorís cerró el bar para emborrarse junto a su mujer sin que nadie, absolutamente nadie, los molestara. Y sólo vieron la luz a las seis de la mañana, cuando el sol los despertó de muy mala manera en la calle. Y cuando la niña nació, tan espantosamente delgaducha, la mujer quiso recuperar los nueve meses que creyó perdidos. Desde muy temprano de la mañana, medio recostada a su sombra, se peinaba horas muertas delante de un espejo grande. Se coloreaba la cara como en sus buenos tiempos, y al atardecer se acomodaba en una mecedora en puerta de su la casa, convencida de que los tiempos nunca son recuerdos, que cualquier tiempo pasado nunca sería mejor que ahora. La niña lloraba, y era música lejana en su oído.
Y he aquí a la mujer, cansada, triste y descalza, con los ojos desorbitados, y en medio del viento fuerte de un huracán. ¡Dios, sálvala si tú la quieres! Y la niña indecisa, con sus manos en un solo puño debajo de su garganta, retorciéndose de frío o de miedo. La lluvia iba en aumento. ¡Diablo, llévatela si tu la quieres!, y una frase y la otra retumbaba en su casa, cual eco ruidoso. El viento parecía gritar. Huesín cayó al suelo, y volvió a escucharse su voz, tan débil…un gemido. La madre, tratando de incorporarse, miró a la calle, no la vio. Huesín, atrapada entre el viento y la lluvia fuerte. ¡Diablo! ¡Dios!, se repetían palabras dentro de la cabeza de la mujer. Era la madre llena de angustia, era la madre infeliz, sollozante, derrotada, entre cuatro paredes. Sola. Volvió a la ventana, la niña no estaba. Llovía. ¡El viento! La mujer, con una mirada perdida, abrió la puerta, cual si desafiara la furia del viento. Miró allá, allí, a un lado, al otro. La niña no estaba. El viento, la lluvia, la niña no estaba. Furiosa la mujer se colocó exactamente en medio de la calle, justamente donde creyó haber dejado a la niña, hasta que mojada, empapada de agua y sintiéndose perdida, volvió a escuchar un gemido. ¡Maaaamiiiiiii! Y de un salto brusco tomó a la niña sin distinguir el lugar ni cómo estaba Huesín…la abrazó. ¡Mi niña, mi niña, mi niña! Y la niña se aferró a los senos de la madre, la mujer miró a la niña. La alegría parecía posarse en el rostro de la madre, mojado de lluvia y lágrimas. Recuperada. La mujer la sintió en su estómago, dentro, en las entrañas. La madre corría contra el viento en dirección a la casa. ¡Dios, Dios….es mi niña! Y luchaba contra el viento y la lluvia. ¡Dios, Dios…es mi niña!