martes, 16 de noviembre de 2010

En la casita de la playa

Angel Barriuso/cuento

Como en cualquier mañanita de un fin de semana, Ella apareció sin avisar. Siempre dispuesta, alegre, entusiasta. No hubo que invitarla a pasar, tiene sus propias llaves, muto acuerdo para la mejor comprensión de nuestros amores. Un pelo negro sobre unos hombros trigueños, y una mirada de marrón claro como tan clara es su relación conmigo. No admite dudas, vacilación, en consecuencia no hay formas de ningún engaño ni siquiera un intento a la infidelidad. Jovencita cuando la conocí en una avenida oscura del centro de la ciudad. Aún cursaba sus estudios iniciales de una carrera universitaria, a la cual renunció tan pronto obtuvo su título. Quizás una formación de altos estudios de obediencia a los dictámenes hogareños, cumplidos, y nada más. Su lógica eran los negocios muy a pesar de sus encantos para mantenerme al día en cualquier modalidad de un beso, con aquellos labios de fina piel, humedecidos cual flor en la madrugada de rocíos, con la preservación de gotitas de miel o probablemente el dulce sabor de lo que llevamos por dentro cuando terriblemente amamos sin piedad ni tiempo para pensarlo dos veces ni para desacatarnos ni siquiera para contemplarnos sin la luz ninguna, sólo de imaginación serán rostros y miradas, pues el entorno de un cuerpo desnudo es la escultura, el buen tallado pulido que aún rústico lo apreciados a ojos cerrados, siempre deslizándonos sin temor a nada. Es el tronco mismo del pecado. Y así la vi una noche cualquiera, con aquel espíritu universitario, reflejando una timidez rural, de muchacha con recorridos limitados pero hábilmente desarrollada, atenta a evolucionar. Y cuando llegó sólo recordé la ruptura del convenio inicial: quiero llegar virgencita al matrimonio, casi inmaculada. Y tampoco quise en consecuencia dejarle una mancha en ninguna parte de su conciencia ni en la mía. Tampoco en el alma. Porque sería traicionarla, y al dejar la ropa, toda, al pie de la cama jamás fue para verse en el espejo grande de mi habitación ni si quiera fue nunca un acto comparativo, cual complejo de pasarela. Fue entrega absoluta y divertida, absolutamente seductor, de tal manera que cuando quiso dejarlo todo al pasado, sin recordarnos del presente, lloró, porque ningún hombre me había dejado así porque así, y eres un cobarde. ¿Fue tu mujer? ¿Se dio cuenta? ¿Tienes otra, dímelo es así, porque conmigo no compite nadie?! Yo sabía, no había competencia. Y aquí la tengo en mis brazos, oigo el rumor de las olas. La playa me queda tan cerca como ella al pecho, a mi pecho. Sus senos son luceros y en su ombligo, confieso, descubro al mundo y las leyes más absolutas de la propiedad privada. Porque más abajo, como dicen, allí, donde el llanto es sinónimo de nacimiento, es la tierra profunda, inmensamente honda y silvestre, indomesticable, muy a pesar de un rabioso intento por cercar el alma comunera. No, no, nunca es inconsciente el amor. Y sí que creo en la primera vista, porque tal vez, quizás, probablemente, los hombres y las mujeres somos capaces de leer lo que llevamos dentro aún sea a través del olfato, cual perros o gatos, animales salvajes faltos de alimentos. Lo que encontré extraño ha sido el día, un sábado, un viernes…perfecto, costumbre, hábito, rutina; pero la tengo un miércoles. Ella ha venido aquí un miércoles. Es bienvenida en cualquier momento, sólo es falta de costumbre. Es sorpresa, agradable, claro está, pero es una sorpresa. ¿Le habrá ocurrido algo? ¿Tiene problemas? ¿Son deseos de verme, anhelos por ambos? Nada hay que nos separe, supongo. Y si ha venido, si está aquí, ha vuelto a dejarlo todo por estar conmigo. Es lluvia que refresca, un viento suave de otoño, es una cerveza bien fría en cualquier día caluroso. De manera que, ¿qué puedo más decir? Nos seguimos amando. Hablamos de las dichas y desdichas, de sus negocios y de mis sueños. De su madre que ha partido para Nueva York, donde vive junto a su hermana, sí la del salón de belleza, la peluquera, y la de la angosta habitación para masajes. Porque apenas supero mi condición de bohemio innato, madrugador, reconocedor de la penumbra. Mi acepta tal cual soy, yo –en cambio- acepto sus platos de poca variedad, del arroz empastado, sin importarme nada. Porque no fue la comida lo que nos unió, fue su sensualidad. Que me guardara algunos víveres casi endurecidos, de aquellos que su madre le enviaba del campo, nada importaba. Total, de vez en vez soy tan aburrido, me lo soporta. Mis entretenimientos jamás coinciden con los suyos. Nos aguantamos, nos toleramos. La mejor forma de la paz es sencillamente dejarnos en la libertad absoluta de vivir cada quien sus espacios individuales y en la vida de lo social. Y otra vez hemos hecho el amor, nuevamente amándonos, un bolero, sonrisas, aquel aroma inconfundible de la sexualidad sin arrepentimientos…la cera que nos arde, y la rutina descompuesta entre sábanas sucias, tiradas al suelo, y un colchón medio arrastrado hacia la pared… y lo extraño, lo que me confunde de Ella, un miércoles. Su mirada no es la misma. Algo hay de distinto. Quisiera estar dentro de su mente, encontrarme con sus posibles decisiones. Y la abrazo, la beso, recorro su cuerpo sin ropa, sin vestimenta…y al final, al día del jueves, justo después del almuerzo: he venido a despedirme. Quiero una relación más segura, quiero un matrimonio, quiero a un marido, y yo quien soy, me hubiese preguntado. No tengo opción puesto que este fin de semana estarán mis hijos y mi mujer conmigo en la otra casita de playa. Hay una fiesta marcada en el calendario de mesa, y Ella lo habría notado en algún momento. Yo quiero un hijo tuyo. Tantas veces lo ha dicho que lo he olvidado. Me hubiera gustado eso, parirte un niño o una niña. Sabes que no tengo predilección. Porque puede ser niño o niño. Lo importante es que tengamos un hijo. Sin embargo, me hundo en mi mismo despistado, aterrorizado. Echo la vista a la cama, sigue allí su olor, su esencia misma, cual sustancia tóxica capaz de inhabilitarme al cubo, a la redonda, al cuadrado, que me alcoholiza. Lo nuestro no puede seguir, eres prohibido. Su boca, sus mismos labios, tan distintos cuando salimos de la cama, la delata. Me dejan con la misma agitación de seguir amándola, sin importarme la edad, ni las canas retratistas de mi mismo, de aquel quien soy en estos momentos, medio agotado por los años transcurridos. El convenido lo habíamos roto hace apenas quince días y yo, sólo yo, había penetrado más allá de su incertidumbre, más allá de la caverna, más de lo consustancial al sentimiento mudo, silenciador, que despierta cual gemido. Hemos compartido el paraíso sin mirar jamás hacia el cielo. No hubo ciclo. Verano, invierto, el otoño, la primavera. Y estoy aquí viéndola partir, una y treinta de la tarde del jueves. Y pienso que vendrá, tendrá que volver. Magia blanca tu eres, tu eres la que me ha despertado a mi, jamás te olvidaré, jamás no puedo olvidarte. Y diez años han trascurrido, siempre la llevo dentro, aún estoy en la espera, pacientemente, cual puente roto.
Octubre, 2010.