Cuento – angel barriuso
-Aquí tienes diez pesos. Es lo que le toca, José. A usted, Moreno, tenga lo suyo. Y usted, Ramón, aquí tiene lo que se ha ganado.
Puesto de pie, José se colocó frente a don Pusano, y medio furioso, dijo:
-¡Diez pesos! Pero, ¿cómo va hacer eso, don Pusano, si yo he trabajado la semana entera? ¡No he faltado un solo día de la semana!
Y tratando de aclarar cualquier duda posible, reclamó:
-¡Cuénteme los días de la semana, si no me cree!
El rostro pálido de José estaba sucio, empolvado de la madera, y sudaba. Don Pusano lo miró sin pestañar, con los ojos clavados en lo más profundo de su muchacho. Luego, muy tranquilo, le respondió a José.
-Pues así es. A usted le habíamos dado veinte pesos la semana pasada. ¿Acaso lo olvidó?
-¡Es que no puede ser, usted no me pagó!
-Acuérdese que sí. Piénselo, verá que no miento.
Don Pusano dio la espalda, y cuando lo hizo repitió para sí que nunca miente. José miró a Moreno, a Ramón y a los otros ebanistas, quienes permanecieron en absoluto silencio en cada rincón del estrecho taller. Al notarlos inmóviles, abandonó el lugar sin volver a decir ninguna palabra ni siquiera dejó la ropa sucia ni se lavó la cara y los brazos, como de costumbre.
-Nosotros también terminamos, y nos vamos, don Pusano.
-Nos vemos el lunes, muchachos.
José llegó a la capital durante una mañana cualquier desde El Seibo, donde día a día cuidaba las vacas de su padre en una finca de mucha yerba y pocas reses, con algunas gallinas. Para encontrar naranjas y mangos, tenía que recorrer una distancia dos veces el tamaño del terreno de su padre. “Como dos kilómetros de un lado a otro”, contaba a sus amigos.
A la capital llegó casado con Rolanda Jens, una muchacha graciosa de San Pedro de Macorís. Tenían un solo hijo, de una piel enrojecida, como su padre José, que igualmente miraba con unos ojos verdes, y lo mismo que su progenitor macho, un pelo crespo castaño, casi medio rubio. “No quise esperar a que muriera el Viejo para recibir un pedazo de tierra”, le confesó a su amigo Ramón, cuando en medio de cualquier borrachera recordaba los hatos de El Seibo y el viento seco que de vez en vez soplaba.
Pero el lunes, José fue el primero en llegar a su trabajo y esperó ansioso a don Pusano, y cuando lo tuvo delante sólo atinó a saludarlo, como si nada hubiese ocurrido entre ambos. El patrón, medio sonreído, le puso un brazo en su hombro izquierdo y le preguntó por su familia.
Pasaron dos días y todo transcurría normal, excepto que en sus horas libres José parecía entretenerse con un pedazo de metal, que pulía con esmero en la piedra eléctrica. Fue al cuarto día cuando sus compañeros observaron que tan pronto comía no se despegaba de la piedra eléctrica, con un objeto en sus manos que ya brillaba desde lejos.
-José, tu eres un seibano fuerte. En vez de descansar, como lo hademos nosotros, te pones a fuñir con esa cosa. ¿Qué haces, mi hermano?
-Nada, Ramón, nada…me entretengo.
Una semana después, al medio del viernes había tocones de cedro y caoba, y algunos trozos de pino. Era madera sin pulir, pero en el taller no se podía hacer nada hasta tanto terminaran con entregas pendientes de dos juegos de comedor de seis sillas cada uno y un juego de muebles, y éste último pedido estaba a cargo de José.
-José, ¿ya dejaste descansar la piedra?
-Por qué? ¿Quieres hacerlo, Moreno?
Y uno de los ayudantes estalló en risas, y así rieron todos cual viejos amigos en parrandas. Pronto fue otro día de pago, sábado, y José estaba ya cambiado de ropa. Fue el primero en lavarse los brazos y la cara, y colgar la ropa sucia en un rincón del taller, como de costumbre. Sin embargo, esta vez José tenía en uno de sus bolsillos el objeto metálico al que tanto tiempo dedicó para pulirlo en una máquina eléctrica hasta sacarle filo, cual navaja.
Uno de los muchachos anunció la entrada de don Pusano.
-Ramón, ¿en qué estamos con el comedor que tienes a tu cargo? Ya lo están esperando y necesitamos tenerlo listo a más tardar el miércoles. Los otros juegos, también. En el curso de la próxima semana tenemos que entregar todas las cosas pendientes. Este puede ser un gran mes, y a todos nos puede ir muy bien.
Tan pronto terminó con Ramón, comenzó a llamar uno a uno a cada ebanista, y fue pagándole, dejando de último a José, precisamente el primero en vestirse para esperarlo.
-José, este negocio es como si fuera suyo. Estoy seguro y más que seguro que en El Seibo no te iba tan como aquí. Has aprendido a hacer cosas diferentes. Eres un buen ebanista y un buen tapicero. Y si ustedes no lo sabían, ser un buen ebanista y un buen tapicero es mil veces mejor que ser un albañil. Eso de bregar con cemento y una fuñida pala o un fuñido pico es una brega muy fuerte. Aquí tu trabajas en la sombra, y si quieres hacerte una mecedora para descansar en tu casa, junto a tu mujer y los hijos, mientras ve televisión, lo puedes hacer. Esto es como tuyo.
José lo escuchó atentamente, con una mano dentro de unos de los bolsillos del pantalón. Mientras oía, apretaba el trozo metálico punzante . Moreno estaba a punto de salir del taller, y al verlo tieso se quedó e hizo seña a los muchachos para que nadie saliera del taller.
Don Pusano continuaba inadvertido, hablándole de las bondades del trabajo. José fue acercándose. El trabajo dignifica al hombre, expresó don Pusano. Y José sonrió porque así hablaba su papá cuando él no quería madrugar para ordeñar las vacas. Pero mantuvo una mano en el bolsillo, cual manco. Y volvió a escuchar a don Pusano.
-Así es, José, ven y cobra para que disfrute del fin de semana. Ese juego de muebles te está quedando bien. Sabe, me gustó la forma que le diste al espaldar. No se me había ocurrido una idea así, y eso me hace pensar que un ebanista es como un escultor. Un ebanista bueno, José, es un artista. ¿Qué te parece? ¡Tù eres un artista!
Y don Pusano extendió su brazo a José con un suma de dinero envuelta entre sus dedos.
-Cuéntelo. ¿Sabes una cosa? Tu mereces eso y más…
Y José, con la cara cerrada, como medio distante, cual animal que acecha a su presa, fue acercándose a don Pusano, siempre en silencio.
-Yo te haré rico, José. Tan pronto entreguemos estos trabajos pendientes, haremos un sancocho. Y yo te haré rico.
José empuñó el dinero, y sintió un paquetico más grande que los que pudo recibir en otros días.
-Así es, don Pusano, yo también lo creo.
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